La Nostalgia del Pasado

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Israel

viernes, 3 de noviembre de 2017

EN EL OLIMPO Henryk Sienkiewicz



Es una noche de primavera, apacible, plateada, perfumada de jazmín, engarzada de líquidos diamantes.
La luna llena navega por el Olimpo, cuyas níveas cumbres brillan con tenues y melancólicos resplandores, ligeramente teñidos de esmeralda.
Allá, en las hondonadas del valle de Tempe, surgen en compactos y sombríos grupos las florestas levemente agitadas por los trinos de los ruiseñores y por el agudo clamor de súplicas y lamentos, de gritos y blasfemias, de suspiros y eróticas delicuescencias.
Y todas esas voces resuenan por los aires cual música de flautas y zampoñas, y suben, suben y se esparcen en la inmensidad de la noche, para luego caer sobre la tierra como gotas de tenue llovizna y fundirse después en un suavísimo susurrar de riachuelo.
Mas de pronto todo enmudece, y vuélvese entonces tan blanda la quietud, que nítidamente se percibe en las sacras laderas el tácito derretimiento de la nieve bajo las tibias caricias de los favonios de Mayo.
¡Oh, noche primaveral, noche llena de hechizos, noche divina!
Y he aquí que en el marco de esta noche sublime aparecen Pedro y Pablo sentados en la cima de un alto cerro, dispuestos a juzgar a los antiguos dioses. Brilla sobre sus cabezas resplandeciente aureola, que ilumina sus canosos cabellos, sus fruncidas cejas, sus severos y penetrantes ojos.
Y allá, en el lóbrego fondo de las hayas y las encinas, destacándose las albas túnicas de los caducos y desprestigiados dioses, que, congregados por el pavor, aguardan el supremo fallo.
Pedro hace una seña con la mano, e inmediatamente se separa del tropel la decrépita, pero aún arrogante y provocativa, figura de Júpiter, «el forjador de tempestades», que, hosco el semblante y fruncido el ceño, cual mármol esculpido por el cincel de Fidias, avanza hasta llegar ante el tribunal. Fulmina todavía en su poderosa diestra el pavonado lampo, enmohecido, casi apagado, y junto a él muévese renqueando, con el ala destrozada, el águila secular.
En presencia de los apóstoles todavía siente el antiguo señor, y crujen espantadas las hayas y las encinas, sele el pecho con el orgullo de su antigua omnipotencia. Y alza soberbio la frente y mira de arriba abajo al viejo pescador de Galilea con su divina, furiosa y despectiva mirada.
Y con muévese el Olimpo, todavía adicto a su antiguo señor, y crujen espantadas las hayas y las encinas, y enmudecen los ruiseñores, y la Luna, que surca el firmamento rozando las congeladas cumbres, palidece cual tela de aracné. Lanza el águila secular su postrimer chillido; deslízate el pavonado lampo de la diestra del Soberano y cae rodando a sus pies, y centelleando, retorciéndose y chirriando alza la triangular testa inflamada, cual sierpe dispuesta a atacar con la venenosa lengua.
Pero Pedro aplasta con un simple movimiento del pie los encendidos espirales de la víbora, y después de apagarlos y hundirlos en el polvo, exclama con potente voz, dirigiéndose al «forjador de tempestades»: -¡Maldito, condenado seas por los siglos de los siglos!
Instantáneamente, Júpiter palidece y, resoplando de congoja, murmura, con labios amoratados, la palabra «¡Ananke!» y desaparece tragado por la tierra.
Acto seguido compareció ante los jueces el dios Neptuno, el de negra y rizada melena, el de pupilas bañadas en tinieblas, con el tridente truncado y enmohecido.
Y díjole el Pescador: -Ya no embravecerás las aguas; ya no las calmarás; ya no conducirás al puerto de salvación las naves extraviadas y las expuestas al naufragio.
La Estrella del Mar vela por ellas.
Estremeciose Neptuno, y lanzando un lastimero aullido, cual si se sintiera el corazón traspasado por un inmenso dolor, desapareció para siempre envuelto en brumoso torbellino.
Entonces se adelantó el Numen del «Arco de Plata», llevando en la mano la historiada cítara, y se fue acercando a los Santos seguido de la lenta teoría de las nueve Musas, semejantes a blancas columnas. Y mientras éstas, inmovilizadas por el terror, sin aliento en la garganta, sin esperanza en el corazón, aguardaban la sentencia, el Radiante, vuelto hacia Pablo, empezó a hablar; pero tan dulcemente, que parecían sus palabras suavísima melodía.
-No me aniquiles, Señor, sino más bien defiéndeme, porque, después de muerto, deberías resucitarme. Soy la flor del alma humana; soy su embeleso y su esplendor; soy la nostalgia del Cielo. Muy bien sabes que, recortándole las alas, no podrá ya el Canto volar de la tierra a las alturas. Os lo suplico, pues, ¡oh, hombres sagrados!; no aniquilemos el Canto.
Reinó breve silencio. Pedro alzó los ojos hacia la bóveda estrellada, y Pablo puso las entrelazadas manos sobre la empuñadura de la espada y contra las manos apoyó la frente…, y se quedó meditabundo.
Luego irguiose, y con serena majestad trazó en la fúlgida cabeza del Numen la señal de la cruz y dijo: -¡Vive, oh Canto!
Y Apolo se sentó con su cítara a las plantas del Apóstol.
Entonces la noche se volvió más diáfana, los jazmines exhalaron más intensa fragancia, y los manantiales brotaron de las peñas con más ruidosas cascadas de armonías.
Y las musas, acercándose, cual manada de blancos cisnes, entonaron un canto suavísimo con sus voces aun turbadas por el terror, canto de miríficas palabras, hasta entonces nunca oídas en las alturas del Olimpo: Bajo tu protección nos cobijamos ¡oh, Santa Madre de Dios!
No rechaces nuestras súplicas; dígnate alejar eternamente de nosotros todo mal y toda adversidad, ¡oh, Señora Nuestra!
Así cantaban las nueve Musas en la ladera del sacro cerro: cantaban con los ojos alzados al cielo, con la unción y la mansuetud de las vírgenes de un claustro.
Otros dioses pasaron.
Pasó, entre otros, Baco, rodeado de su cortejo salvaje, impudente, coronado de pámpanos, blandiendo su cítara y su tirso; pasó aullando como un demente, ebrio, desesperado, y fue a precipitarse en el abismo sin fondo.
Luego después otro Numen se presentó ante los Apóstoles. Era una diosa altiva, ruda, irónica, que sin requerimiento empezó a hablar, teniendo a flor de labios una sonrisa de desdén: -Yo soy Pallas Atenea. No vengo a pediros vida, porque soy sólo ilusión. Ulises, en la vejez, me veneró. Telémaco, imberbe aún, prestó atención a mis palabras, ni a vosotros os será dado despojarme de la inmortalidad; pero tranquilizaos, porque nunca he sido otra cosa que sombra vana, ni otra cosa soy, ni otra cosa seré por los siglos de los siglos.
Cuando todos hubieron desfilado, compareció Ella, la hermosa entre todas las hermosas, la adorada.
Acercose al tribunal, suave, encantadora, desconsolada; latía fuerte el corazón dentro del níveo seno, como a un pajarillo y como a un niño temeroso del castigo; temblaban los labios.
Postrose a las plantas de los Apóstoles y, extendiendo los divinos brazos, púsose a implorar: -¡Es verdad, soy yo la pecadora! Erré, pequé, sucumbí; pero tener piedad de mí, oh, Señor. Perdonadme, perdonadme, porque soy la Felicidad, la única felicidad de los mortales!
Y no le fue posible proseguir: tantos y tan desgarradores eran los sollozos que estallaron de su pecho.
Mas Pedro la contempló solícito y conmovido, y púsole la justiciera mano sobre los áureos cabellos, mientras Pablo, arrancando un lirio silvestre que junto a él crecía, tocola con el cáliz y la dijo: -¡Sé, desde hoy, como esta flor, y vive, sí, vive, oh felicidad del hombre!
Empezaba a despuntar la aurora. Más allá de las crestas y de las simas aparecieron los primeros destellos del astro rey. Y al enmudecer los ruiseñores, los jilgueros, pinzones, alondras y currucas sacaron sus soñolientas cabecitas de debajo del ala, sacudiéronse el rocío que cubría sus plumas y empezaron suavemente a gorjear: -¡Despunta el día, despunta el día, despunta el día…!
Y la tierra entera despertaba, llena de sonrisas, jocunda y radiante, porque no le habían quitado el Canto ni la Felicidad.

FIN


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