Es una noche de primavera, apacible,
plateada, perfumada de jazmín, engarzada de líquidos diamantes.
La luna llena navega por el Olimpo, cuyas
níveas cumbres brillan con tenues y melancólicos resplandores, ligeramente teñidos
de esmeralda.
Allá, en las hondonadas del valle de
Tempe, surgen en compactos y sombríos grupos las florestas levemente agitadas
por los trinos de los ruiseñores y por el agudo clamor de súplicas y lamentos,
de gritos y blasfemias, de suspiros y eróticas delicuescencias.
Y todas esas voces resuenan por los aires
cual música de flautas y zampoñas, y suben, suben y se esparcen en la
inmensidad de la noche, para luego caer sobre la tierra como gotas de tenue
llovizna y fundirse después en un suavísimo susurrar de riachuelo.
Mas de pronto todo enmudece, y vuélvese
entonces tan blanda la quietud, que nítidamente se percibe en las sacras
laderas el tácito derretimiento de la nieve bajo las tibias caricias de los
favonios de Mayo.
¡Oh, noche primaveral, noche llena de
hechizos, noche divina!
Y he aquí que en el marco de esta noche
sublime aparecen Pedro y Pablo sentados en la cima de un alto cerro, dispuestos
a juzgar a los antiguos dioses. Brilla sobre sus cabezas resplandeciente
aureola, que ilumina sus canosos cabellos, sus fruncidas cejas, sus severos y
penetrantes ojos.
Y allá, en el lóbrego fondo de las hayas
y las encinas, destacándose las albas túnicas de los caducos y desprestigiados
dioses, que, congregados por el pavor, aguardan el supremo fallo.
Pedro hace una seña con la mano, e
inmediatamente se separa del tropel la decrépita, pero aún arrogante y
provocativa, figura de Júpiter, «el forjador de tempestades», que, hosco el
semblante y fruncido el ceño, cual mármol esculpido por el cincel de Fidias, avanza
hasta llegar ante el tribunal. Fulmina todavía en su poderosa diestra el
pavonado lampo, enmohecido, casi apagado, y junto a él muévese renqueando, con
el ala destrozada, el águila secular.
En presencia de los apóstoles todavía
siente el antiguo señor, y crujen espantadas las hayas y las encinas, sele el
pecho con el orgullo de su antigua omnipotencia. Y alza soberbio la frente y
mira de arriba abajo al viejo pescador de Galilea con su divina, furiosa y
despectiva mirada.
Y con muévese el Olimpo, todavía adicto a
su antiguo señor, y crujen espantadas las hayas y las encinas, y enmudecen los
ruiseñores, y la Luna, que surca el firmamento rozando las congeladas cumbres,
palidece cual tela de aracné. Lanza el águila secular su postrimer chillido; deslízate el pavonado lampo de la diestra del Soberano y cae rodando a sus
pies, y centelleando, retorciéndose y chirriando alza la triangular testa
inflamada, cual sierpe dispuesta a atacar con la venenosa lengua.
Pero Pedro aplasta con un simple
movimiento del pie los encendidos espirales de la víbora, y después de
apagarlos y hundirlos en el polvo, exclama con potente voz, dirigiéndose al
«forjador de tempestades»: -¡Maldito, condenado seas por los siglos de los
siglos!
Instantáneamente, Júpiter palidece y,
resoplando de congoja, murmura, con labios amoratados, la palabra «¡Ananke!» y
desaparece tragado por la tierra.
Acto seguido compareció ante los jueces
el dios Neptuno, el de negra y rizada melena, el de pupilas bañadas en
tinieblas, con el tridente truncado y enmohecido.
Y díjole el Pescador: -Ya no embravecerás
las aguas; ya no las calmarás; ya no conducirás al puerto de salvación las
naves extraviadas y las expuestas al naufragio.
La Estrella del Mar vela por ellas.
Estremeciose Neptuno, y lanzando un lastimero
aullido, cual si se sintiera el corazón traspasado por un inmenso dolor,
desapareció para siempre envuelto en brumoso torbellino.
Entonces se adelantó el Numen del «Arco
de Plata», llevando en la mano la historiada cítara, y se fue acercando a los
Santos seguido de la lenta teoría de las nueve Musas, semejantes a blancas
columnas. Y mientras éstas, inmovilizadas por el terror, sin aliento en la
garganta, sin esperanza en el corazón, aguardaban la sentencia, el Radiante,
vuelto hacia Pablo, empezó a hablar; pero tan dulcemente, que parecían sus
palabras suavísima melodía.
-No me aniquiles, Señor, sino más bien
defiéndeme, porque, después de muerto, deberías resucitarme. Soy la flor del
alma humana; soy su embeleso y su esplendor; soy la nostalgia del Cielo. Muy
bien sabes que, recortándole las alas, no podrá ya el Canto volar de la tierra
a las alturas. Os lo suplico, pues, ¡oh, hombres sagrados!; no aniquilemos el
Canto.
Reinó breve silencio. Pedro alzó los ojos
hacia la bóveda estrellada, y Pablo puso las entrelazadas manos sobre la
empuñadura de la espada y contra las manos apoyó la frente…, y se quedó
meditabundo.
Luego irguiose, y con serena majestad
trazó en la fúlgida cabeza del Numen la señal de la cruz y dijo: -¡Vive, oh
Canto!
Y Apolo se sentó con su cítara a las
plantas del Apóstol.
Entonces la noche se volvió más diáfana,
los jazmines exhalaron más intensa fragancia, y los manantiales brotaron de las
peñas con más ruidosas cascadas de armonías.
Y las musas, acercándose, cual manada de
blancos cisnes, entonaron un canto suavísimo con sus voces aun turbadas por el
terror, canto de miríficas palabras, hasta entonces nunca oídas en las alturas
del Olimpo: Bajo tu protección nos cobijamos ¡oh, Santa Madre de Dios!
No rechaces nuestras súplicas; dígnate
alejar eternamente de nosotros todo mal y toda adversidad, ¡oh, Señora Nuestra!
Así cantaban las nueve Musas en la ladera
del sacro cerro: cantaban con los ojos alzados al cielo, con la unción y la
mansuetud de las vírgenes de un claustro.
Otros dioses pasaron.
Pasó, entre otros, Baco, rodeado de su
cortejo salvaje, impudente, coronado de pámpanos, blandiendo su cítara y su
tirso; pasó aullando como un demente, ebrio, desesperado, y fue a precipitarse
en el abismo sin fondo.
Luego después otro Numen se presentó ante
los Apóstoles. Era una diosa altiva, ruda, irónica, que sin requerimiento
empezó a hablar, teniendo a flor de labios una sonrisa de desdén: -Yo soy
Pallas Atenea. No vengo a pediros vida, porque soy sólo ilusión. Ulises, en la
vejez, me veneró. Telémaco, imberbe aún, prestó atención a mis palabras, ni a
vosotros os será dado despojarme de la inmortalidad; pero tranquilizaos, porque
nunca he sido otra cosa que sombra vana, ni otra cosa soy, ni otra cosa seré
por los siglos de los siglos.
Cuando todos hubieron desfilado,
compareció Ella, la hermosa entre todas las hermosas, la adorada.
Acercose al tribunal, suave, encantadora,
desconsolada; latía fuerte el corazón dentro del níveo seno, como a un
pajarillo y como a un niño temeroso del castigo; temblaban los labios.
Postrose a las plantas de los Apóstoles
y, extendiendo los divinos brazos, púsose a implorar: -¡Es verdad, soy yo la
pecadora! Erré, pequé, sucumbí; pero tener piedad de mí, oh, Señor. Perdonadme,
perdonadme, porque soy la Felicidad, la única felicidad de los mortales!
Y no le fue posible proseguir: tantos y
tan desgarradores eran los sollozos que estallaron de su pecho.
Mas Pedro la contempló solícito y
conmovido, y púsole la justiciera mano sobre los áureos cabellos, mientras
Pablo, arrancando un lirio silvestre que junto a él crecía, tocola con el cáliz
y la dijo: -¡Sé, desde hoy, como esta flor, y vive, sí, vive, oh felicidad del
hombre!
Empezaba a despuntar la aurora. Más allá
de las crestas y de las simas aparecieron los primeros destellos del astro rey.
Y al enmudecer los ruiseñores, los jilgueros, pinzones, alondras y currucas
sacaron sus soñolientas cabecitas de debajo del ala, sacudiéronse el rocío que
cubría sus plumas y empezaron suavemente a gorjear: -¡Despunta el día, despunta
el día, despunta el día…!
Y la tierra entera despertaba, llena de
sonrisas, jocunda y radiante, porque no le habían quitado el Canto ni la
Felicidad.
FIN
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