Perednik acaba de publicar en inglés una extensa
investigación sobre la judeofobia española, en la edición de otoño del Jewish
Political Studies Review (Jerusalén, 15:3-4). En este artículo se sintetizan
algunas de sus ideas acerca de esta patología social que, más de medio milenio
después de la expulsión de los judíos de España, sigue carcomiendo el
raciocinio de una buena parte de los españoles. Especialmente se destacan los
medios de prensa de la península
Miguel Angel Moratinos publicó en junio de este año
una exhortación para que Israel «despierte» y favorezca el surgimiento de un
Estado árabe-palestino, el primero de la historia. Que los esfuerzos
diplomáticos de Israel estuvieron y están encaminados en esa dirección, y que
toda propuesta israelí para concretarlos fue respondida con un baño de sangre,
pues parece escapársele al despierto exhortador.
Me pregunto si, en vistas del virulento
recrudecimiento de la judeofobia europea, no debería escribirse un corolario a
la moratinada, titulado Despierta Europa, por lo menos para sacudir a la
mayoría de ellos que, según las encuestas del Eurobarómetro de noviembre
pasado, opinan que el principal país que amenaza la paz mundial es Israel.
No las autocracias belicistas árabes que mantienen a
sus pueblos en la miseria culpando siempre al exterior, ni algunas dictaduras
corruptas del África, ni Irán fundamentalista, Libia asesina, Arabia misógina,
Siria que ocupa el Líbano entero, Sudán genocida. Europa siente que Israel la
amenaza, y Moratinos nos pide a los israelíes que nos despertemos y descubramos
las causas de sentimientos tan sagaces.
Algunos genios europeos han dado un paso adicional y
procedieron a explicar por qué Israel es el problema. Mikis Theodorakis acaba
de declarar públicamente que «los judíos, carentes de historia, arrogantes y
agresivos, son la raíz del mal». Goebbels perpetraba similares invitaciones al
genocidio, pero por lo menos no se trataba de un admirado compositor. Mientras
Europa odia a Israel y alienta a sus destructores, lo acusa simultáneamente de
nazi. Así hablaron Gaspar Llamazares y José Saramago, quienes agregaron que no
cabe conmiserarse ni siquiera por los sufrimientos que los judíos han sufrido
en el pasado. Ni que hablar de los que sufren hoy.
Niños israelíes pueden volar en pedazos en pizzerías
y fiestas de cumpleaños, pero para la mayor parte de los europeos la agresión
radicará en «el muro» que Israel construye para impedir la infiltración de
terroristas (dicho sea de paso, no hay muro alguno. Es una valla reversible
parecida a la que España ha construido para evitar la infiltración de magrebíes
en Melilla, y eso que Marruecos nunca se ha propuesto destruir España).
En un estudio sobre las actitudes judeofóbicas en
varios países europeos que fue dada a conocer a fin de 2002, España resultó ser
el peor, tanto entre los cinco países estudiados como entre otros cinco
considerados dos meses antes. En la encuesta española, el 21% de los
entrevistados resultaron judeófobos.
Se me ocurre que ingentes esfuerzos deberían
invertirse en despertar a España de la pesadilla judeofóbica que la enferma;
antes de que una buena parte de Europa, fría, hipócrita y suicida, sea capaz de
perpetrar un pequeño Holocausto más, al mismo tiempo que le reproche a Israel
ser nazi y asesino. Así operó el nazismo: mientras destruía al pueblo judío,
explicaba su genocidio como un acto de autodefensa frente a las maquinaciones
del «lobby judío».
El caso español
Imaginemos a un inquisidor del siglo XVI. Aun si se
hubiera horrorizado de las matanzas de judíos en 1391, no habría sido capaz de
notar que él mismo encarnaba la continuación de aquella cruzada judeofóbica.
«¿Cómo puede usted comparar?» espetaría. «Ferrant Martínez masacró inocentes
arbitrariamente. Nuestra Inquisición, por el contrario, tiene el noble objeto
de proteger la unidad religiosa, y además otorga a las víctimas la opción de la
fe antes de la hoguera.»
Del mismo modo, quien durante el siglo XIX se
enterara con estupor de las torturas inquisitoriales, no admitiría que ese odio
tuviera relación con la discriminación e injurias que durante su propia época
padecían los descendientes de judíos: «¿Cómo se puede equiparar la brutalidad
medieval –exclamaría– con la autodefensa de la sociedad española actual frente
a las perniciosas influencias judaicas?»
La judeofobia es singular. No sólo porque se trata
del odio más antiguo, universal, profundo, persistente, obsesivo, quimérico y
eficaz que haya existido, sino porque quien lo padece, raramente lo asume
conscientemente. Aunque Lope de Vega, Quevedo, o Bécquer, hubieran expresado
reservas frente a los horrendos mitos del pasado que habían provocado el
derramamiento de torrentes de sangre judía, los mitos pretéritos no los habrían
disuadido de difamar ellos mismos a sus contemporáneos de origen israelita.
Para el ilustre trío, los judíos dominan todo, corrompen todo.
Pareciera que la compasión por las víctimas judías,
es válida siempre y cuando los agredidos ya hayan muerto en el remoto ayer. Empero,
la sensibilidad para con el dolor tiende a desvanecerse cuando uno debe hurgar
en la judeofobia que pervive en su propia sociedad.
De entre los españoles de hoy también, pocos
proclamarían abiertamente odiarnos, pero la mayoría de ellos guarda, aún en el
más cálido de los corazones, un gélido rincón para «el judío de los países».
Una encuesta de Gallup, encontró que sólo el 4% de los españoles sienten
empatía con Israel con respecto al conflicto en Medio Oriente.
Que Israel es el Estado más cuestionado del mundo no
parece sorprenderlos. Que sufrió las dos terceras partes de las condenas de la
Asamblea de las Naciones Unidas, no los hace parpadear, aun después de
enterarse de que ese organismo, hasta 1991 jamás había condenado a ningún
régimen árabe, pese a sus violaciones reiteradas a los derechos humanos.
No los conmueve que Israel es el único país del
mundo que tiene vedado el acceso al Consejo de Seguridad, y que, a pesar de ser
la única democracia del Medio Oriente, se descarguen sobre él los dardos
acusadores de los medios de difusión. Que es el único país del mundo al que se
zahiere con epítetos como «nazi», «cáncer de Medio Oriente», proferidos aun por
intelectuales y grandes escritores. Que a los medios de difusión europeos los
tiene obsesionados el pujante Estado cuya creación fue precisamente una
necesidad para salvar millones de vidas de las garras de Europa. Ninguna prueba
es suficiente. No despierta su admiración el reverdecer del desierto, ni el
renacimiento del hebreo, ni la más alta tecnología. Al contrario: son logros
con los que incrementan su arsenal de desprecio contra «la explotación judía».
Y si Israel ha compartido sus logros en agricultura ayudando como ningún otro
país a los africanos, pues es parte de su soberbia. Si siempre estuvo dispuesta
a transacciones territoriales en aras de la paz, pues es mentirosa.
A Israel no hay que dejarlo ni hablar. No era
suficiente con que tenga vedado el acceso a la mayor parte de los medios
españoles. La Universidad Carlos III acaba de cancelar unilateralmente una
presentación del embajador de Israel en España argumentando que recibió
amenazas de violencia. Debemos suponer que también «los judíos» son los
culpables de esas amenazas y así ¡una universidad! opta por someterse a los
violentos, y silencia de plano a una de las partes de un conflicto. La verdad
tiene en España una sola cara.
«¿Cómo puede usted comparar?» nos preguntarían
enojados las marujatorres y los javieresnart. «¿Qué tienen que ver los excesos
de la intolerancia en el pasado con las críticas al Estado sionista, dirigidas
contra la ocupación?» Será quijotesco procurar que piensen en que el terrorismo
palestino mataba niños judíos antes de la ocupación. Que se den cuenta de que
Israel les ofreció en el año 2000 concluir la ocupación, y el jefe palestino
rechazó la oferta sin contraproponer nada, y lanzó a su desdichado pueblo a un
baño de sangre que lleva más de dos años. Será imposible sacudirlos de una
judeofobia que les impide ver que la ocupación israelí no es la causa, sino la
consecuencia de la agresión árabe.
El terrorismo árabe no nos mataba sólo antes de la
ocupación. Mataba judíos décadas antes de que el Estado de Israel siquiera
hubiera nacido. Un dato que entorpece la estrecha visión del judeófobo
contemporáneo sería, por ejemplo, que terroristas árabes destruyeron la
comunidad judía de Hebrón el 24 de agosto de 1929, décadas antes de «la
ocupación». Asesinaron a decenas de judíos, hombres, mujeres y niños, sólo por
ser judíos, exactamente igual que los pogromos que venían diezmando por medio
siglo las comunidades israelitas de Europa Oriental. Una miniatura del
Holocausto que comenzaría diez años después. ¿Por qué no habríamos de cotejar
odio con odio, si compartían el mismo blanco, la misma saña, y la misma condonación
generalizada?
No atenderán ningún argumento, porque la judeofobia
de hoy, como la del pasado, padece de inconciencia. No admite reclamos. Se
limita a atacar. Europa castiga a Israel cuando se atreve a defenderse, y se
limita a condenar la judeofobia... pretérita.
Los medios de difusión españoles (salvo algunas
honrosas excepciones) siguen el modelo enfermizo de El País, que consiste en
demonizar a Israel, presentándolo como una intolerante teocracia financiada por
un poder oculto internacional. El resultado es esperable: el lector medio no
habrá de contentarse con ninguna «solución» al conflicto que en la práctica no
implique la destrucción del único Estado judío del mundo. Un estado imperial
cuyo territorio cabe más de veinte veces en España y más de quinientas veces en
los territorios árabes, ricos en petróleo y en analfabetismo impuesto por
jeques y reyezuelos.
Pero las voces ofensivas de su vocabulario, los
españoles las tienen reservadas para los judíos. «Judiada» y «sinagoga» siguen
siendo recogidos en España como insultos. Los antisionistas de hoy han
extendido la nómina infame agregándole «Israel», y la voz «lobby judío», que en
España se utiliza con una frecuencia escalofriante. Se atribuye al «lobby
judío» todo tipo de maquinaciones, ¡en un país donde los judíos son el 0,05% de
la población!). Marisa Paredes llegó a culpar a ese «lobby» que la película «El
pianista» ganara un Oscar.
Sólo en los medios de España, Jenin fue un
Holocausto. Sólo en España aún se reverencia la memoria de niños supuestamente
torturados y martirizados por diabólicos judíos (un par de ejemplos son la
catedral de La Seo en Zaragoza, y la de San Nicolás en Sevilla, en la que el
obispo Carlos Amigo Vallejo difunde el libelo de sangre). Sólo en España «matar
judíos» puede ser considerado un juego de niños.
Ni derecho a la existencia
Un artículo de Crónica esgrimió que los judíos están
encaramados en la élite política española y que aún de la cárcel pueden
liberarse gracias a sus conexiones en la banca, en la industria y en las
tenebrosas bambalinas desde las que controlan todo. Cuando un atrevido lector
osó cuestionar la calumnia, el editor Agustín Pery Riera publicó una respuesta
que debería incluirse en una antología del atolondramiento más pérfido: «si
alguien descubriera que la mitad de los hombres de negocios españoles son
gaditanos, y yo pidiera un artículo al respecto, nadie me acusaría de querer
destruirlos a todos» (13/11/02). El profundo pensador da aquí por
sobreentendido dos taras de la judeofobia española: los judíos lo dominan todo,
y la única forma posible de la judeofobia es «matarlos a todos». Si sólo se
trata de insultarlos a todos, pues eso no es judeofobia. Es ciencia pura,
políticamente correcta.
Cuando a principios de marzo de este año fui invitado
a dar una conferencia a la universidad Rovira i Virgili de Tarragona, una
avanzada estudiante me interrumpió con ingenuidad: «Me lo han explicado cien
veces y no logro entenderlo: ¿qué derecho tiene Israel a existir?» Me permito
detenerme en su pregunta porque intuyo que íntimamente se la formulan muchos
españoles.
Si la audiencia tarraconense no hubiera sido hostil,
habría optado por regalarle a mi interlocutora su centésimoprimera explicación,
aunque convencido de que tampoco cien adicionales la habrían hecho entender,
porque la judeofobia tiende a oscurecer el raciocinio.
Opté por no justificar mi existencia y le reboté su
pregunta: «Estimada Eva, ¿sabe usted cuántos Estados hay en el mundo?» Como me
replicó intrigada que lo ignoraba, me apresuré a aclararle: «Hay 192. Yo
felicito a 191, porque han aprobado su concienzudo examen de derecho a la
existencia. Hay un solo Estado, mucho más pequeño que Cataluña y agredido por
los regímenes más atroces, al que usted ha reprobado en su minuciosa inspección.
¿No le despierta sospechas?» En mi experiencia, este método de retribuir un
cuestionamiento con otro, coadyuva a quebrar el prejuicio.
Si hubiera optado por esclarecerla sobre nuestro
derecho a existir, me habría bastado echar mano del judío más famoso del mundo.
Jesús de Nazaret fue un hebreo en su tierra, un judío en Judea. Se regía por el
mismo calendario de los israelíes de hoy, usaba su alfabeto y celebraba sus
festividades, practicaba su religión y estudiaba el mismo libro. Asumía su
historia y contemplaba la misma geografía. Jamás escuchó la palabra «Palestina»
ni vio mezquita alguna. Al igual que David, que los macabeos, los escribas, los
profetas, los salmistas, los reyes de Judea y los herederos de su tierra por
milenios. Los que retornaron a su tierra siglo tras siglo, cuando en el mundo
no había documento alguno que atestiguara la existencia de otro pueblo
palestino más que el pueblo judío en Sión.
Adivine el lector: ¿con qué pueblo actual se habría
identificado Jesús: con los griegos, los palestinos, o los israelíes? Quien
pueda responder con honestidad una pregunta tan simple como esa, comprenderá
nuestro derecho a una tierra en la que nos hemos forjado como nación, de la que
nos alejaron por la fuerza, y a la que jamás renunciamos. Entiéndase eso, y la
judeofobia contemporánea comenzará a disiparse.
Pero tampoco para los medios de difusión españoles
bastarán cien explicaciones. Optan por las macabras caricaturas de Reboredo y
de Ferreres acerca del sionismo y de Israel, como los europeos de antaño
baldonaban al judío y su religión. Creo que a un diario local le sería
suficiente publicar un titular bisilábico que se limitara a decir «Sharón»,
para que el lector medio reaccionara indignado por el despliegue de fanatismo y
agresividad que le provocan las asociaciones de su imaginario.
Todos los Estados modernos nacieron gracias a
movimientos nacionales, pero solamente el sionismo es bastardo a los ojos
españoles. Es el único movimiento nacional al que se le atribuyen intentos de
dominio mundial, como antaño a los judíos.
El terrorismo judeofóbico es invisible para los
lentes europeos. Para los judíos no, porque lo pagamos con sangre. Por ello
Israel continuará defendiéndose de una agresión que no admite alternativas: no
se confronta a una u otra política, sino, como la estudiante Eva, cuestiona
nuestra misma existencia. Israel no aparece en los mapas árabes cualesquiera, y
la mayoría de los Estados árabes, después de medio siglo, aún no lo reconocen.
Ninguno de esos datos logra penetrar la muralla
autista de los medios españoles. Someten al sionismo a una metamorfosis similar
a la que la Europa de antaño sometía al judaísmo, «la religión vengativa y
sanguinaria».
«¡Cómo puede usted comparar!» los oigo irritarse a
los antoniogalas. Pues les respondo: lo hago, porque se trata del mismo objeto
de desprecio, de la misma soberbia que elige sólo a uno para no perdonarle nada
y deja a los demás indemnes de sus implacables dictámenes. Comparo porque es el
mismo empecinamiento en descalificar al judío y sólo al judío. Comparo porque
es la misma judeofobia letal, colérica e ingenua.
En esta campaña de demonización de Israel, el método
más tentador para los medios es emplear voceros judíos, quienes por su origen
permitan simular buena predisposición. Entrevístese a Chomsky, Shahak y Avneri,
y Arafat querrá contratarlos para su ministerio de propaganda.
Con el ardid de hacer hablar a periodistas locales
con apellidos judíos, o a israelíes que odian Israel, la ponzoña de la prensa
se asume insospechable de judeofobia. Individuos que no representan a nadie
entre los judíos, ocuparán páginas enteras de El País. El implícito argumento
es de una lógica impecable: si nada menos que judíos critican a Israel, qué
podría esperarse del resto de pobres nosotros. El lector inteligente sabrá cómo
evitar caer en la trampa. Se espera de un diario, más que pluralidad de etnias
y religiones, pluralidad de ideas. Una policromía que en general brilla por su
ausencia cuando se debate sobre el Medio Oriente.
Porque sobre Israel, las conclusiones que se esperan
del lector español son monocordes y maniqueas; la culpa la tiene Israel.
Siempre el judío. Así fue el título del artículo de Enrique Curiel (La Razón de
Madrid, 20/4/03): «El nombre del problema es Israel.» En una combinación de
estulticia y paranoia que sólo la judeofobia puede engendrar, se explica allí
que la culpa de la guerra en Irak la tienen los judíos, y que la Intifada árabe
fue el resultado de una conspiración entre Bush, Ehud Barak y Ariel Sharón. Los
pobres terroristas árabes (perdón, quise decir «activistas») son dominados por
el poder judío internacional.
Escribo estas líneas para El Catoblepas, del círculo
de Gustavo Bueno, que es en alguna medida una ráfaga de aire puro en una España
contaminada de judeofobia suicida. Desde estas páginas sí puede hacerse un
humilde llamamiento para que España tome una iniciativa educacional que la
despierte de su obsesión para descalificar a un solo país, el judío.
Cuando el español medio tome conciencia de esa
obsesión, podrá sacar una de dos conclusiones: o Israel es en efecto la obra
más satánica de la historia humana, o bien la saña de la que el Estado judío es
objeto, es la heredera directa de la que castigó al pueblo hebreo por milenios.
En ambos casos habremos revelado la judeofobia
subyacente. Desvincularla pues de la judeofobia pretérita, sería tan ingenuo
como atribuir toda opinión sobre el conflicto al odio antijudío.